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El televisor blanco y negro

Episodio II: El televisor blanco y negro

Hay un momento en la vida en que a una le llega algo, como una especie de revelación, y de ahí en más: ¡hay que hacerse caso! A mí me llegó el momento exacto en que supe que ya no quería salir de mi casa. Me dije: de acá no salgo más, a ninguna parte. Ni con los vecinos a pedir azúcar.

Y fue definitivo ese momento, no me voy a olvidar nunca porque yo estaba enchufando la televisión vieja, tengo una en blanco y negro, y cuando no están mis hijos, ni mi nuera, ni mis nietos molestando, la enciendo y le doy unos golpes a los costados, como hacíamos antes. No más hace shshshshshs y la miro, pero son cosas que no tienen nada de malo, para mí es como ver fotos.

De sopetón veo que agarra la imagen, me pongo contenta primero, pero después me da el julepe y me muero de miedo porque veo en la pantalla a mi tía Isabel, está conmigo, yo estoy de espalda y estoy chiquitita, chiquitita. Y le digo: ¿pero por qué tía no querés salir? Ya mija, me dice mi tía, déjese de andar preguntando, porque no y punto. Y se va la señal, queda la televisión como si estuviera muerta. No hace ni sshshshsh ni nada.

Y entendí. Cuando pasó eso de la televisión yo tenía como diez años, me mandaron a la casa de la tía Isabel de vacaciones, me aburría como un hongo y me derretía del calor. No me quería llevar al balneario ni a ningún lado y me tenía de acá para allá haciéndole los mandados. Pero eso le pregunté, eso, igualito como salió en la tele. Ahora me vengo a dar cuenta de que la enfadé con mis preguntas. En aquel tiempo terminé creyendo que no salía porque era gallega. Y ahora, en las mismas: yo que soy argentina. Quién lo iba a decir.

Yo tengo un familión para que me haga los mandados, pero ahora que mi hija del medio se la pasa constelando y me dejó en paz, yo feliz de la vida llamo a las motos y ya. No tengo que andar explicando, agarro el teléfono y: al gas, al del agua, al supermercado y al de los cigarritos, los lunes, los cigarrillos con olor a monte porque una tiene que darse un gustito y si no lo hace ahora cuándo, ¡eh! por el amor de dios: ¡cuándo!

Yo digo que no salir no tiene nada de malo. No hay nada afuera que me llame la atención. Al contrario, cuando salgo me muero de tristeza. Donde los chicos paseaban en bicicleta y se me metían al charco a cazar ranas ahora hay un edificio todo emperifollado, entra y sale gente vestida de ejecutiva y a una ni la miran, ni saben cómo se llama una que vivió en este mismo lugar antes que todos ellos . ¡Qué tristeza! Y cuando paso por el almacén de don José se me parte el alma. En la esquina pusieron una concesionaria. Qué habrá sido de José, tan ricas que hacía las milanesas, gorditas, y no les mezquinaba nada; hay que ver las milanesas de ahora, parecen radiografías empanizadas. Se me parte el alma. Y es que mi barrio se hizo finoli, quién diría que antes estaba llenos de zanjas y de charcos y que todos los niños cazaban ranas. Ahora los niños están todo el día encerrados porque afuera se llenó de degenerados. No pueden ni jugar en la puerta, ni en la puerta porque se los roban dicen.

Dos noches después de lo de la tele, es que a veces las tardes se me hacen largas, y hay una hora en la que me da un no sé qué, como un chucho de algo me da, justo antes de que se haga de noche y deambulo por la casa, me paseo por los cuartos vacíos y silenciosos y tengo una sensación que no puedo explicar cuando deambulo por ahí y bueno: dos noches después me animé y encendí la televisión de vuelta, la de color no, encendí el televisor blanco y negro. Miro y nada, pero oigo pasos. Aunque me esperaba que pasara algo, me asusté otra vez, no tanto como la primera vez, claro, y empecé a oír mis pasos y me vi, iba corriendo a mi casa, se me había hecho de noche, yo venía de jugar en la casa de Jorgelina, nuestros fondos están pegados y ¡zas! veo un tipo alto, pelado, que me esperaba en el cruce como para agarrarme. Primero me paralizo, no me puedo mover y después reculo, vuelvo a la casa a los gritos y cuento todo llorando. Veo que sale Alberto, el papá de mi amiga querida, con la escopeta y una linterna, busca, le pega un grito a mi papá, busca… Hablan, se ponen de acuerdo (mi papá cree que no es conmigo la cosa, piensa que le quieren robar los galgos; Alberto cree que no es conmigo la cosa piensa que le quieren robar las gallinas). Después ponen luces en los fondos, vigilan, pero nada… Y la tele hace shshshshshs y salta, y veo a mi hermano, parece pelado porque tenía el pelo mojado, y se ve alto porque está arriba de un tronco preparado para asustarme. Cuando vio el susto que me pegué se moría de risa el burlón, pero cuando Alberto salió con la escopeta casi se muere del susto y se araña todo el tonto huyendo por el baldío. Y nunca supimos, eso, que fue mi hermano, qué risa. De ahí en más, cada atardecer, o si llovía o si estaba nublado, ahí me la pasaba, con la tele y los cigarritos, ah y comiendo, qué rico. Era tan feliz en mi casa con mi televisor blanco y negro que ¡Adonde iba a querer salir!

Pero eso de que decidí no pasar de la puerta para afuera y de que prefería estar sola, ¡que mal le pareció a mis hijos! Qué molestos que son cuando ya pueden decidir por una. La del medio me llevó al doctor, ah pero me dijo que no le diga doctor porque no sé qué tarugada, que le diga médico. Y me mandaron a hacer análisis de orina y materia fecal. Yo herví bien dos frascos de aceitunas y en la noche guardé un poco de materia fecal, un poco bastante, creo, y en el otro la orina de la primera hora de la mañana. Y cuando llegamos a la clínica la señorita me da un frasquito chiquito de plástico para la orina, y ahí le digo: yo traigo los míos y saqué los frascos de aceituna bien tapados. A mi hija se le descompuso el rostro. La señorita no quería ni mirar y me dijo que mis frascos no servían, entonces yo le dije: ¡pero los desinfecté y están bien hervidos! Mi hija se enfureció, me dijo, ¡saca esos frascos del escritorio y haz lo que te piden! Y yo me puse nerviosa, le dije, de tonta no más que soy, y qué los hago, hija, los querés vos. Se enojó más y me preguntó si se lo hacía a propósito. Estuvo todo el camino diciendo qué vergüenza, qué vergüenza, yo no le dije nada porque es peor, pero qué ganas tenía de preguntarle si ella no hace pis y caca. En fin, los resultados no salieron nada mal y yo pensé que había ganado.

Una noche se me apareció mi mamá. Me lavó la cabeza y me puso querosene porque me llené de piojos. Yo me vi ahí en la tele, quietita y con con miedo de prenderme fuego. Si mi mamá se prendía un cigarrillo, yo ¡puf!… Esa vez no más tuve miedo, a mi hermano y a mí siempre nos gustó que fumara, se ponía más buena. Y qué jovencita mi mamá, si tendría unos treinta y pico años. Se fue la señal, pero me acuerdo patente que no se murieron los piojos y fui a parar a la peluquería. Con el pelo cortito parecía un varón. Ay, mi mamá…

Otra noche me vi cuando fui a robar nueces con mi hermano a la casa de un vecino. Otra vez andaba sola en la siesta jugando con las piedras en el río. Me vi cuando le quise pegar a la Fabiana y puso la cara toda arrugada y recordé la sensación esa de poder pegarle o dejarla. Y seguí a mis hermanos cuando se escapaban con el jabón blanco. Me vi hamacándome y cantando con Jorgelina y con Fabio. Y vi cuando mi hermanita soltó el pajarito y mi hermano le pegó. Vi cuando busqué y miré la revista que escondía mi hermano mayor, ¡vi fotos pornos y me temblaron las manos!

Algo que no ayudó con la familia es que yo perdí la capacidad de conversar. Fue de a poco, primero me di cuenta de que no me interesaba nada de lo que hablaban, después dicen que los viejos son aburridos, ellos nomás hablan de negocios y de plata. Y como perdí el interés dejé de opinar, la familia me empezó a ver un día flaca, un día gorda, un día amarilla un día blanca… Ay, dios santo, se dieron cuenta de que fumaba y pusieron el grito en el cielo; la Abu se pachequea dijo mi nieta y yo pregunté ¿eso qué quiere decir? La verdad, es que la obsesiva es la del medio, pero los demás hacen lo que ella dice para no enfrentarla. Después los empecé a ver que cuchicheaban y me olí algo raro.

Y pasó que una mañana viene mi hija la menor a buscarme y me insiste en que la acompañe al banco, que es obligación porque tengo que firmar para cobrar que sé yo. Hoy no hija, ¿adónde voy a ir sin pintarme las canas? Y la verdad es que no me las pinto de coqueta o para parecer más joven, es que una sobrina, la hija de mi querida hermana Chencha que murió tan joven y dejó los chicos chitititos, trabaja de eso y da servicio a domicilio. Y es más linda mi sobrina, me arregla los pies, las manos, me pinta el pelo y hablamos mal de su madrasta y de mi hija la del medio. A ella le voy a dejar lo poco que me quede cuando me vaya. Siempre me trae flores, le encantan y piensa que a mí también; quién sabe dónde las corta. Yo le doy sus pesitos y su propinita, yo soy así, me gusta ayudar. Y pasó que esa mañana mi hija me insiste y me saca, a mí que no quiero salir, toda canosa, como chicharra de un ala.

Me tuvo todo el día de acá para allá. Le decía a mi hija, ya, nena, me quiero volver a mi casa, pero escúchame un poquito, hija, o me secuestraste. Y que vamos a comer sushi como a las cuatro de la tarde, yo como a la una, como siempre, y me traen palitos; a esta edad, palitos. No me pueden poner tenedor, pregunto. Y de ahí a comprar ropa de cama. Pero si no necesito, hija, como les gusta gastar a ustedes, ¡qué generación!

Hasta que por fin llego a mi casa y cuando entro todo el familión en mi sala, a los nietos se notaba que los trajeron de prepo. Es mi cumpleaños, pregunté y se empezaron a reír. Como si lo fuera, dijo mi otra hija, porque te remodelamos el cuarto. Se me paralizó la sangre. Entré a mi pieza y qué tristeza, se me cayeron las lágrimas. ¿Y mis cosas, pregunté, hijos del alma, no me las habrán tirado? ¿Pero, hijos queridos, dónde está mi cama? ¡Ahí dormí con su padre toda una vida! Y mi almohada, saben cuántos años hace que yo pongo la cabeza ahí. Y se me vino la tele a la mente, y me giré como si tuviera quince años, todavía tengo tortícolis, grité: ¿mi televisor blanco y negro? Pero mamá, todo es nuevo, y esta pantalla es a color y tiene miles de canales. Abu, tiene internet. Pero qué hicieron con mi televisión. Para qué la quieres, si no andaba, tenía como mil años. Necesito que la traigan, todo lo demás se los perdono, pero tráiganme la tele porque guardo cosas adentro. Como se imaginaron que tenía dinero ahorrado, casi les da un síncope y todos bajaron a buscar la tele. Volvió mi hijo el mayor: perdón, má, se la llevaron. ¿Cuánto había? No sé, hijo, lo de toda mi vida.

Me pasé días muerta de la tristeza, dejada, ni a mi sobrina recibí, mi sobrina del alma. Días sin verme callejear y cómo me encantaba estar con gente; días sin escuchar en la televisión a mi mamá diciéndome hormiguita viajera o péinate bruja, según el humor que tuviera. Ya no me vi corriendo con los perros, con el pelo corto como un varón y no me vi más en las siestas persiguiendo, escondida, a mis hermanos. Y tampoco vi la casa de la Jorja, atrás de la mía.

Pensé que no me iba a recuperar nunca, pero la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. De a poco me acostumbré a la cama nueva, a la almohada blanda, a esa colcha artificial que no se entiende qué tiene adentro pero que es muy calentita y, además, le agarré el gustito a la televisión con internet, ¿les dije que tenía internet la tele?